En la temporada navideña, uno se pone nostálgico y comencé el día recordando las veces que he despreciado a personas genuinas que me han ofrecido su amistad, nunca de manera abierta o deliberada, siempre por omisión, más por una falla de carácter que por mala actitud. Por otro lado, me he acercado muchas veces a personas que en nada les ha interesado, ya no digamos mi amistad, sino ni siquiera compartir su tiempo conmigo. De cualquier forma, soy el protagonista de mi historia y desde mi perspectiva, o soy la víctima o el héroe de la historia, nunca el villano o el actor de reparto. Ya los otros en algún lado estarán contando su versión.
Cuando tenía unos nueve años, al doblar la esquina de la cuadra donde vivíamos, mi hermano descalabró por accidente a una pequeña niña, muy bonita y de larga cabellera, de unos siete años, por razones y circunstancias que ya no recuerdo. El caso es que la niña tenía un hermano, Arturo, de mí misma edad, o más bien del mismo grado de primaria que yo, y a pesar de la circunstancia nos hicimos amigos todos. La niña era muy tímida y casi no hablaba, pero siempre estaba ahí, con Arturo.
El padre de Arturo era doctor, y la madre de Arturo, no me acuerdo si me constaba o lo intuía, era bonita y sentía que no pertenecía al barrio, que los vecinos estábamos por debajo de su dignidad aristocrática. Era extraño, porque creo que todos en la cuadra teníamos esa misma actitud. Nuestros padres, los adultos del barrio, eran profesionistas hijos de comerciantes o rancheros venidos a menos, o a más, como resultado de la revolución.
El caso es que, fueran profesionistas o no, todos los vecinos tenían familias muy numerosas, algunas llegando a la docena de niños, ninguna familia con menos de seis niños, y el gasto era apretado. Según me confesó Arturo, en su casa no compraban comida porque ahorraban todo el sueldo del papá para comprar una casa. Arturo y su hermana pequeña comían en mi casa, y los hermanos mayores en casas de muchachos más o menos de su edad.
Llegó el día en que la familia de Arturo compró la tan anhelada casa y se fueron del barrio. Para conocer el fruto de tanto esfuerzo, le pedí a Arturo que nos invitara a comer a su nueva casa, ya que habían logrado la meta del ahorro y podían darse ese lujo. La casa de Arturo era las ruinas de una mansión tan impresionante que tenía un hueco que subía los tres o cuatro niveles de la casona, donde en sus tiempos de gloria hubo un ascensor. Después de insistirle a Arturo varias veces que nos diera los sándwiches de jamón que nos había prometido a mí y a mi hermano, nos dirigimos a la cocina. Apenas entramos, una de las hermanas mayores de Arturo, de una manera bastante arrogante y despectiva, nos corrió a mí y a mi hermano de su casa.
Ya no volví a ver Arturo hasta uno o dos años después, cuando pasé de la primaria a la secundaria. Al salir de clases después de la jornada escolar, ahí estaba Arturo con un grupito de niños en la calle. Lo saludé varias veces, de seguro más de dos, y finalmente me dijo: «No es que no te reconozca, es que no te quiero saludar.»
Parece que la ofensa más grande que le puedes hacer a alguien es haberlo ayudado en su momento de necesidad, cuando siente que ya dejaste de serle útil. Empáticamente creo que lo entiendo, redirecciona su vergüenza hacia mí y reinterpreta su incomodidad como rechazo. Seguramente hubo sorna en mi saludo y ahora me hago el ofendido cuando fuimos los dos cómplices del sentimiento de superioridad moral sobre nuestro par.